lunes, 25 de agosto de 2014

LOS POTAJES

En la actualidad cuando se piensa en "potaje" la mayoría de los españoles van a visualizar un guiso de legumbres plagado de carne, pero lo cierto es que no siempre fue así y, en su origen, la carne brillaba por su ausencia en las "despensas" de las gentes humildes, que fueron las que dieron forma, primero, y extendieron, después, los potajes.

La cocina tradicional española tiene de manera fundamental su origen en las costumbres populares de las gentes más pobres, población celtíbera que fue colonizada e influenciada por diferentes pueblos y sus culturas correspondientes a lo largo de la historia.

Son cuatro las culturas que más han contribuido a la conformación de la gastronomía popular española, entre otros aspectos. Son la romana (de la Antigua Roma), la musulmana, la sefardita, y la del Nuevo Mundo, con alguna otra contribución (antiguos griegos y fenicios, franceses e italianos con los Borbones, etc.).

Antes de la llegada del Imperio Romano a la península ibérica, la alimentación de sus habitantes se basaba, además de en diferentes carnes, en los cereales, sobre todo, y en las legumbres y así fue durante innumerables siglos, hasta hace bien poco.

Concretamente, las gachas fueron el plato básico de todas las "cocinas".

La bellota, que siempre ha estado muy extendida a lo largo de gran parte de nuestra geografía, libró del hambre a muchos de los pueblos prerromanos pues la consumían transformada en harina con la que se elaboraban fundamentalmente panes. Por ello todos los "aborígenes" de estas tierras tenemos mucho que agradecerle a este fruto al que hoy en día sacamos tan poco partido culinario.

Con los romanos comenzamos a cultivar nuestro oro líquido, el aceite de oliva, sin lugar a dudas el que se ha convertido en nuestro signo distintivo y a la vez unificador de las gastronomía de la península, y desde entonces ha formado parte indisoluble de nuestra cocina y de nuestra cultura. Pero, a parte de esto, nuestra variedad dietética continuó siendo muy limitada.

Fue durante la Edad Media cuando la riqueza de nuestra gastronomía dio un salto exponencial, frente a la simplicidad de la cocina del resto de Europa, gracias a la influencia de musulmanes y sefarditas. Y no solo nos influyeron sino que su contribución pasó a formar parte de nuestra médula como pueblo y todavía hoy en día es parte de la idiosincrasia cultural española, tal y como las diferentes células generan un ser vivo.

Gracias a los musulmanes se promovió en desarrollo de la agricultura (incluyendo el cultivo de frutas y hortalizas, hasta entonces casi inexistente) y nos trajeron sus dulces, que siguen siendo la base de la mayor parte de los que preparamos hoy en día.

Entre sus aportaciones están las siguientes: arroz, azafrán, canela, jengibre, sésamo, nuez moscada, comino, azúcar, cítricos, plátanos, dátiles, sandía, melón, alcachofas, espárragos, berenjenas, almendras (y mazapán)...

Pero además compartieron con nosotros sus técnicas culinarias pues hasta la fecha las empleadas por los habitantes de la península eran extremadamente básicas. Entre otras muchas cosas, ellos aportaron el tajín, un guiso precursor de los potajes que hoy en día tenemos.

Sin tener en cuenta el resto de mejoras a otros niveles que los musulmanes trajeron a la península, lo cierto es que les debemos mucho.

Los sefarditas nos aportaron el dulce de membrillo, las mermeladas, las rosquillas, los bizcochos, los buñuelos... y la adafina, un guiso que, como el tajín, es antepasado de nuestros potajes y auténtico eslabón perdido.

Así las culturas musulmana, sefardita y cristiana, que continuaba con la tradición romana, se unieron para dar lugar, en gran medida,  a lo que somos hoy.

Posteriormente, con el "descubrimiento" de América, llegaron nuevos ingredientes a nuestras cocinas: patata (¡cuántas batallas contra el hambre ha librado!), tomate, maíz, cacao, pepino, pimiento (y pimentón), alubia, judía verde, calabaza, calabacín, guindilla, piña, cacahuete, chirimoya, aguacate...

Evidentemente, como siempre pasa, los nuevos productos fueron recibidos en principio con rechazo, pero, como solían decirme de niña, "a buen hambre no hay pan duro" y si algo ha sobrado siempre en España es hambre así que enseguida comenzaron a consumirse y en la actualidad parecería que siempre hemos convivido con ellos. ¿Qué sería de la fabada sin judías? ¿Y del gazpacho sin tomate? ¿Podríamos vivir sin patatas?

Sin embargo, la población seguía básicamente y como siempre, comiendo gran cantidad de cereales y legumbres, sobre todo en sopas y potajes, donde la carne seguía siendo una excepción reservada para las celebraciones, mientras las clases pudientes llevaban una alimentación basada casi exclusivamente en la carne y los excesos, en claro detrimento de su salud.

Por tanto, los pobres no comían, los ricos comían mal y los que mejor se alimentaban eran aquellos que vivían en monasterios pues disponían de huertos bien cuidados que proporcionaban abundantes frutas, verduras y hortalizas.

Con la llegada de los Borbones se produjo un afrancesamiento del país (y por tanto de su gastronomía), pero esta dinastía, más "extrovertida" que la de los Habsburgo, también se dejó influenciar por el pueblo y en la corte se comenzaron a consumir platos populares. Esta circunstancia sumada a que, con el transcurrir del tiempo, la situación de la gente, muy poco a poco y con innumerables altibajos, comenzó a mejorar, los potajes empezaron a aderezarse con diferentes carnes; primero de las carnes de las que se podía disponer en cada casa, generalmente de buena calidad, hasta llegar a nuestros días en los que muchos usan carnes dudosas.

Hoy la cocina autóctona no ha dejado ni mucho menos de evolucionar y, gracias a la globalización, a la inmigración y a este poderoso invento que es internet los platos tradicionales siguen cambiando.

Pero nunca, nunca, olvidemos nuestros orígenes: un potaje es en su forma más básica un guiso de legumbres, verduras y agua.


Potaje clásico de garbanzos y espinacas

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