Un aditivo alimentario es, citando un artículo de Wikipedia,
“toda sustancia que, sin constituir por
sí misma un alimento ni poseer valor nutritivo, se agrega intencionadamente a
los alimentos y bebidas en cantidades mínimas con objetivo de modificar sus
caracteres organolépticos o facilitar o mejorar su proceso de elaboración o
conservación. En este proceso de mejora de la elaboración también se consigue
una texturización en la cual los elaboradores obtienen unas ganancias en peso
de producto.”
No quiero perder tiempo con obviedades: todos los aditivos
son naturales pues todos, de un modo u otro, tienen un origen natural (el
famoso E951 se obtiene, en última instancia, de la naturaleza) y, del mismo
modo, todos son procesados pues tienen que atravesar un proceso (para que el
pimentón llegue a nuestra cocina el pimiento tiene que haber sido recolectado,
secado y molido).
Por otro lado, también es evidente que productos 100 %
naturales contienen por sí mismos, sin necesidad de haber sido procesados,
sustancias que son nocivas para la salud pues forman parte del mundo en el que
vivimos e incluso el agua en exceso puede matarte.
Hay mucha bibliografía al respecto: defensores y detractores
de lo ecológico, artículos, libros… Y no es mi intención reabrir un debate que,
en determinadas instancias, puede ser muy interesante, pero que aquí y ahora no
tiene ningún sentido. De lo que tratamos aquí es de comer rico y si además
puede ser artesanal mucho mejor, por lo que trataremos de meternos en el cuerpo
el menor número de sustancias nocivas posibles, aceptando que la eliminación
total de estas de nuestra dieta es sencillamente imposible.
De ahora en adelante, entenderemos que un aditivo natural es
aquel que proviene directamente de la naturaleza sin intervenir en el proceso
sustancias químicas no obtenidas directamente de la misma.
Obviedades aparte, si cargamos violentamente contra los
aditivos no naturales es importante conocer las alternativas pues desde que el
ser humano comenzó a tratar la comida la ha aderezado, al principio para
conservarla y después para modificar su sabor y apariencia.
Antes de embarcarnos en este nuevo mundo, si no lo hemos
hecho todavía, hay que tener muy presente una circunstancia: llevamos tanto
tiempo ingiriendo alimentos modificados que cuando comemos productos no
alterados es habitual que sintamos rechazo tanto por su color como por su
sabor. Un ejemplo claro es, como me comentó el otro día mi hermana, el yogur
bebible de fresa: normalmente los que se compran en los supermercados tienen un
color rosa casi fluorescente, lo que es naturalmente imposible, y su sabor resulta
un poco “químico” y en exceso dulce. Un yogur bebible de fresa artesanal y
ecológico tendrá un color rosa muy pálido y sabrá a… ¡fresa!
Hace años a mí me encantaban, ENCANTABAN, las hamburguesas
que se venden en famosos y grandísimos establecimientos en cadena. No es que
las comiera de manera habitual, pero de vez en cuando me zampaba un par (con
patatas fritas y refresco de cola) y si pasaba algún tiempo sin haber comido
una mi cuerpo empezaba a entonar un “tam tam” pidiéndomela. Que conste que
cuando alguien atacaba su calidad yo las defendía con vehemencia alegando que
aunque no tuvieran la mejor calidad del mundo (tonta no era) lo compensaban con
su extraordinario sabor.
Después comenzó mi proceso de “apertura de ojos” y una de
las primeras cosas que hice, antes incluso de dejar de comer carne, fue
prometer que jamás volvería a comer en un sitio de esos. Y pasaron los meses… y
me desintoxiqué.
Un día me sorprendí a mí misma pensando en esas hamburguesas
(todavía seguía comiendo carne, aunque mucha menos) y sentí asco, sin necesidad
de verlas u olerlas, solo recordándolas, me dio un asco impresionante y no pude
comprender cómo había sido capaz de comer una cosa semejante. Aún hoy recuerdo
esa ambigua masa de carne marrón, seca y repugnante, y siento náuseas.
Yo no dejé de comer carne porque la carne no me gustara, lo
hice por respeto, por conciencia, por la vergüenza que me da haber sido la que
fui. La carne me encantaba y me seguiría encantando si pudiera comerla. Si no
fuera porque mi conciencia me lo impide, si las hamburguesas crecieran en los
árboles como las manzanas, me comería una hamburguesa casera ahora mismo, pero
nunca jamás volvería a comer una de esas hamburguesas “basura”.
Perdí el gusto por el sabor de lo artificial y he recuperado
el gusto por las cosas naturales. Ayer mi hermano trajo caramelos veganos (100
% ecológicos) y estaban… ummmmmmm, riquísimos; sabían a fresa ¡auténtica fresa!
Y, como yo, algunas personas, lamentablemente, tienen que
recuperar el gusto por lo natural. Resulta raro que sea necesario hablar de
este asunto y que, en la práctica (más entre las generaciones jóvenes), los
aditivos naturales sean unos desconocidos cuando hasta hace bien poco eran los
únicos.
Aditivos naturales son fundamentalmente la sal, las especias,
las hierbas aromáticas, el vinagre, el zumo de limón…
Y hoy quiero hablaros de un aditivo en concreto: el azafrán.
El azafrán se saca de los estigmas de una flor, Crocus sativus, y es la especia más cara
del mundo debido en gran medida a lo laborioso de su recolección (para obtener
1 kilogramo de azafrán hacen falta 150.000 flores). Sí, el azafrán es muy caro,
pero teniendo en cuenta que se usa en muy pequeñas cantidades casi cualquiera
puede permitírselo por lo que será esencial tenerlo en nuestra cocina, sobre
todos si somos vegetarianos o veganos y queremos platos sabrosos, debido al
sabor característico que ofrece y a que es un colorante natural. Yo no hago
arroz seco o albóndigas sin azafrán.
España es el segundo productor mundial de azafrán, después
de Irán; sin embargo, en Castilla la Mancha se produce el azafrán más
reconocido y apreciado (también el más caro) debido a los procesos de recolección
y tueste artesanales y extremadamente cuidadosos con el producto. Por tanto, el
azafrán con Denominación de Origen "Castilla la Mancha" nos saldrá un poco más
caro, pero en la práctica supondrá un ahorro.
Al ser el azafrán un producto escaso y caro son muchos los
pillos que están tratando de hacer negocio a costa de vender azafrán de mala
calidad o adulterado.
- Incluyendo otras partes de la planta del azafrán.
- Mezcla con azafrán viejo (blanquecino).
- Mezcla con aceites: el azafrán no adulterado debe ser mate.
- Exceso de humedad: el azafrán debe estar totalmente seco.
- Adulteraciones con minerales: se detecta si al poner en remojo el azafrán este se sumerge en lugar de flotar.
- Usar otras plantas como si fueran azafrán: no tienen cualidades colorantes.
- Adición de colorantes alimenticios a azafrán de mala calidad o a “falso azafrán”: el colorante alimenticio colorea muy rápido mientras que el azafrán deberá estar en remojo un tiempo para hacerlo.
CÓMO SE USA EL AZAFRÁN
No esperéis que el azafrán dé tanto color como el colorante
alimenticio, afortunadamente; el azafrán es un producto natural que colorea lo
justo y el colorante alimenticio ¿qué es?
Debido a su valor y a su potente sabor hay que incorporarlo
en muy pequeñas dosis (una o dos hebras por ración).
La manera tradicional de usarlo es machacando un poco en un
mortero con algo del caldo del plato que estemos preparando y, después,
añadirlo con el resto de ingredientes. Otra manera, que potencia tanto el sabor
como el color, es tostar previamente el azafrán.
El azafrán se tuesta metiéndolo en un pequeño paquetito de
papel de aluminio que posteriormente se pone sobre el fuego durante unos
segundos (fogones de gas, una cerilla, un mechero…), con una pasada será
suficiente. Inmediatamente se saca el azafrán del sobrecito y se procede a la
manera tradicional, metiéndolo en un mortero en el que se machaca y se mezcla
con un poco de caldo para, después, incorporarlo al plato.
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